
Comenzaré este blog comentando Lost in translation (Sofia Coppola, 2003) porque fue esta producción la que hizo que me interesase por el tema de los contratos y las transformaciones en el cine.
Era una tarde de julio de 2006 y hablaba con una amiga sobre semántica, los programas narrativos, los actantes y los destinatarios. De repente, me comentó que a pesar de que la película canadiense Invasiones bárbaras tenía poca acción, se presentaban allí transformaciones de personajes. Le comenté que no las veía y que tampoco las veía en Perdidos en Tokio, una cinta que presenta también pocas acciones (quizás el hecho de ver muchas acciones en una película --como un golpe, un atropellamiento, una venta, etc.-- haga más evidente las transformaciones). Le comenté que la película de Coppola me había aburrido, a pesar de la cadena de imágenes escandalosamente hermosas que proyectaba. Mi amiga me comentó: "Vela nuevamente, porque los personajes de esa película también sufren transformaciones". Lo hice, haciéndole cacería no sólo a cómo los personajes principales sufren algún cambio, sino también a cómo empieza a gestarse ese cambio.


Conociendo esto, podemos deducir que lo que quieren o necesitan ambos personajes es compañía, sobre todo en una ciudad tan diferente de occidente como Tokio (no conozco esa ciudad, pero intuyo que más de un occidental se habrá llevado sorpresas cada diez minutos estando allá). Entre los dos, sin embargo, es Charlotte la que parece conocer su propio estado inicial de soledad y la que empieza a buscar cómo cambiarlo. Así, vemos que es ella quien, en el bar del hotel, empieza un contacto comunicativo con Harris, cuando le manda un ¿licor? con un mesero (antes de esto, Harris y Charlotte hacían contacto visual en el ascensor del hotel, pero como no hay realmente una intención comunicativa, no podemos decir que es en ese momento cuando comienzan a buscar transformarse).
Más adelante, el intercambio se consolida cuando ambos se consiguen en el mismo bar una noche y comienzan a hablar sobre sí mismos; pero dudo que aquí aún se haya establecido un contrato, pues ninguno de los dos propone nada al otro. El contrato, según mi punto de vista, es establecido por Charlotte cuando los dos se encuentran en el área de la piscina del hotel. En ese momento Charlotte le pregunta a Harris si quiere acompañarla a salir con unos amigos (¡Bingo! Conseguimos el contrato), a lo cual Harris asiente. Desde ese momento, ambos empiezan un recorrido por la atrayente metrópoli japonesa. Juntos conocen de los videojuegos, el karaoke y el sushi; pero lo que más les llena es el hacerse compañía, aun cuando no intercambien palabras (es realmente pasmosa la tranquilidad y la empatía que transmite la pareja cuando, después de la sesión de karaoke, fuman un cigarrillo y Charlotte recuesta su cabeza disfrazada de peluca rosada sobre el hombro de Harris).

Lo despiadado de la historia es que cada uno tiene una vida: Harris regresará con su familia y Charlotte esperará a su marido en la misma habitación de hotel donde se aburría (me habría gustado que ambos se escapasen juntos a un rincón desconocido, pero ello habría violentado la coherencia de la trama). Así, ambos, sobre todo Charlotte, se dan cuenta de que la transformación de su estado original, el de la soledad, parece no estabilizarse, pues los dos toman el mismo camino que los condujo a estar solos. No obstante, la última escena, en la que los dos se despiden en una muy transitada calle tokiota, una escena aún más hermosa que cualquier otra de la película, le pone al espectador la tarea de que los imagine juntos nuevamente, fuera de Tokio, escapando de la soledad que forzosamente los había unido. No sabemos qué se dijeron ambos al oído, así que cualquier especulación vale.
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