
Cuando terminé de ver Estación Central (Walter Salles, 1998), no pude menos que alegrarme de mantener la esperanza de que en todo individuo hay un sentido de humanidad y de amor por el prójimo, aunque sea oculto. Pocas películas han tocado mi vena sensiblera y han hecho que se asome alguna que otra lágrima por mis órganos oculares, y Estación Central es una de ellas. ¿Por qué lo logra? Porque su perfecto programa narrativo nos muestra que los dos personajes principales consiguen objetivos que se pensaban inalcanzables; objetivos que, incluso, eran inimaginables.

Estación central comienza presentándonos a Dora, una maestra jubilada que escribe cartas a analfabetas para ganarse un dinero extra. Dora cuenta únicamente con su amiga Irene, con quien, después de trabajar, lee y rompe las cartas que ella ha ofrecido a sus clientes llevar al correo. Quizás este comportamiento deleznable sea síntoma de su carácter poco afable, insensible y desapegado a otra cosa que no sea el dinero. Un día se aparece en la estación una mujer llamada Ana con su pequeño hijo Josué. Ana le pide a Dora que escriba una carta al padre de su hijo, pero después, al salir de la estación de trenes, muere tras ser atropellada por un autobús. Josué queda huérfano y a su suerte en los alrededores de la estación.
Con esto está definido el estado inicial de Dora y de Josué: por un lado, Dora es inhumana y hasta cierto punto despreciable; por otro lado, Josué es un huérfano que necesitará la protección de algún adulto, para no morir en ese entorno de la estación de trenes descrito magníficamente por Selles. Pero entre los dos, es Josué quien desea cambiar su estado (Dora no está interesada en ello), y por eso conmina a la escribiente a comunicarse con su padre, que vive en un poblado llamado Bom Jesus do Norte.

Sin embargo, Dora, aprovechando la oportunidad de ganar otro dinero extra, pacta con Pedro, un traficante de niños que también resguarda la seguridad de la estación central, entregarle al niño. Para ello, pues, hace un segundo contrato, a partir del cual se desarrolla toda la película: Dora le propone a Josué que la acompañe a su casa, a lo cual el niño acepta. Pero al día siguiente Dora, que se ha ganado un poco de confianza de Josué, lo lleva hasta donde está Pedro. Dora entonces irrespeta el contrato que hace con Josué, que se siente traicionado por quien pensó podía ayudarlo. No obstante, ese mismo día Dora, acusada por la conciencia (cuya ejecutora es su amiga Irene), decide al siguiente día restituir el contrato con Josué, para lo cual, sin embargo, tiene que irrespetar el contrato con Pedro (lo que le crea más de un enemigo). Dora entonces rescata a Josué y hace un largo viaje junto a él para encontrar a su padre.
El viaje que hacen Dora y Josué está lleno de anécdotas que van poco a poco reconciliando y hermanando a ambos personajes, enemistados por las rescisiones de contrato. Prácticamente al final del periplo, Dora ve con otros ojos al niño: por él siente misericordia y un cariño infinito. Josué despierta en ella la compasión que más adelante la misma Dora encarna cuando, tras escribir cartas a analfabetas durante el viaje, manda al correo todos los mensajes que le habían pedido escribir.

Por otro lado, el encuentro de Josué con su familia es muy emotivo, y de ello sólo diremos que el niño consigue la protección que buscaba. Podemos decir, en conclusión, que cada personaje es el destinador del otro: Josué le ofrece a Dora la sensibilidad de la cual carecía y Dora es la artífice de que Josué logre encontrar el resguardo familiar que requería. El programa narrativo se cumple, dadas las transformaciones experimentadas en ambos personajes: de inhumana a compasiva en Dora, y de abandonado a protegido en Josué. Con razón Salles ganó tantos premios por esta película, que tiene un programa narrativo perfecto.
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