jueves, 9 de septiembre de 2010

Central do Brasil (Estación central)

Cuando terminé de ver Estación Central (Walter Salles, 1998), no pude menos que alegrarme de mantener la esperanza de que en todo individuo hay un sentido de humanidad y de amor por el prójimo, aunque sea oculto. Pocas películas han tocado mi vena sensiblera y han hecho que se asome alguna que otra lágrima por mis órganos oculares, y Estación Central es una de ellas. ¿Por qué lo logra? Porque su perfecto programa narrativo nos muestra que los dos personajes principales consiguen objetivos que se pensaban inalcanzables; objetivos que, incluso, eran inimaginables.
Estación central comienza presentándonos a Dora, una maestra jubilada que escribe cartas a analfabetas para ganarse un dinero extra. Dora cuenta únicamente con su amiga Irene, con quien, después de trabajar, lee y rompe las cartas que ella ha ofrecido a sus clientes llevar al correo. Quizás este comportamiento deleznable sea síntoma de su carácter poco afable, insensible y desapegado a otra cosa que no sea el dinero. Un día se aparece en la estación una mujer llamada Ana con su pequeño hijo Josué. Ana le pide a Dora que escriba una carta al padre de su hijo, pero después, al salir de la estación de trenes, muere tras ser atropellada por un autobús. Josué queda huérfano y a su suerte en los alrededores de la estación.
Con esto está definido el estado inicial de Dora y de Josué: por un lado, Dora es inhumana y hasta cierto punto despreciable; por otro lado, Josué es un huérfano que necesitará la protección de algún adulto, para no morir en ese entorno de la estación de trenes descrito magníficamente por Selles. Pero entre los dos, es Josué quien desea cambiar su estado (Dora no está interesada en ello), y por eso conmina a la escribiente a comunicarse con su padre, que vive en un poblado llamado Bom Jesus do Norte.
Sin embargo, Dora, aprovechando la oportunidad de ganar otro dinero extra, pacta con Pedro, un traficante de niños que también resguarda la seguridad de la estación central, entregarle al niño. Para ello, pues, hace un segundo contrato, a partir del cual se desarrolla toda la película: Dora le propone a Josué que la acompañe a su casa, a lo cual el niño acepta. Pero al día siguiente Dora, que se ha ganado un poco de confianza de Josué, lo lleva hasta donde está Pedro. Dora entonces irrespeta el contrato que hace con Josué, que se siente traicionado por quien pensó podía ayudarlo. No obstante, ese mismo día Dora, acusada por la conciencia (cuya ejecutora es su amiga Irene), decide al siguiente día restituir el contrato con Josué, para lo cual, sin embargo, tiene que irrespetar el contrato con Pedro (lo que le crea más de un enemigo). Dora entonces rescata a Josué y hace un largo viaje junto a él para encontrar a su padre.
El viaje que hacen Dora y Josué está lleno de anécdotas que van poco a poco reconciliando y hermanando a ambos personajes, enemistados por las rescisiones de contrato. Prácticamente al final del periplo, Dora ve con otros ojos al niño: por él siente misericordia y un cariño infinito. Josué despierta en ella la compasión que más adelante la misma Dora encarna cuando, tras escribir cartas a analfabetas durante el viaje, manda al correo todos los mensajes que le habían pedido escribir.
Por otro lado, el encuentro de Josué con su familia es muy emotivo, y de ello sólo diremos que el niño consigue la protección que buscaba. Podemos decir, en conclusión, que cada personaje es el destinador del otro: Josué le ofrece a Dora la sensibilidad de la cual carecía y Dora es la artífice de que Josué logre encontrar el resguardo familiar que requería. El programa narrativo se cumple, dadas las transformaciones experimentadas en ambos personajes: de inhumana a compasiva en Dora, y de abandonado a protegido en Josué. Con razón Salles ganó tantos premios por esta película, que tiene un programa narrativo perfecto.


miércoles, 8 de septiembre de 2010

Fanny och Alexander (Fanny y Alexander)


Durante mi niñez revisaba una colección enciclopédica de 26 tomos que había en mi casa. En el tomo 3 (o tomo 4, no recuerdo bien) había un fotograma de dos niños con una leyenda que decía: "Fanny y Alexander (1982), de Ingmar Bergman". Pasaron los años y no había visto la película, pero la fotografía de los dos niños y la película que se referenciaba con ella quedaron intactas en mi memoria. Por eso, ya de adulto, cuando tuve la oportunidad de ver la obra del director sueco, no perdí tiempo.

De Bergman ya había visto dos trabajos, así que aguanté la respiración para no perder la paciencia, pues ya sabía que su trabajo se apoya en un ritmo lento, bastante lento para quien está acostumbrado a un cine más comercial, y no lo voy a negar, la primera hora de la película me da sueño, pero es tan esencial esa dilatada introducción de la obra para entender el resto de la cinta, que hago un esfuerzo titánico para no dormirme.

La larga introducción presenta el entorno en el cual viven Alexander y su hermana Fanny (lo nombro a él en primer lugar, pues Fanny, a lo sumo, tendrá como diez participaciones en toda la película), hijos de Oscar y Emilie Ekdahl, actores de teatro pertenecientes a una familia aristócrata de la Suecia de principios del siglo XX, con arraigados vínculos personales que se extienden incluso a sus sirvientes. En la familia Ekdahl todos son felices (excepto, creo, el tío Karl y su esposa) y aprecian cada momento que pasan juntos. Podemos pensar entonces que el estado inicial de Fanny y Alexander es el de la felicidad por la comunión familiar. Pero con la muerte de Oscar, Emilie se siente en la necesidad de buscar un marido que la ampare --aun cuando seguía contando con el apoyo de su familia política-- y que termine de educar a sus hijos. Esta necesidad es explicada en el diálogo que mantiene Emilie con su futuro marido, el obispo Vergerus, cuando le dice: "Nunca me he encariñado demasiado con algo. A veces pienso si no hay algo malo con mis sentimientos. No puedo entender por qué nada realmente me lastima. ¿Por qué nunca me siento realmente feliz? Ahora sé que el momento crucial ha llegado". A partir de esta intervención podemos inferir que Emilie sufre de una apatía hacia la vida y con el matrimonio con el obispo busca apegarse a ella.

Pero el matrimonio entre la madre de Alexander y el obispo Vergerus no es más que la antesala al verdadero contrato. El auténtico contrato de la historia nos lo muestran en el ya citado diálogo entre Emilie y Vergerus, cuando este le propone que, una vez casados, se mude junto con sus hijos a su casa, olvidándose de sus pertenencias, de sus costumbres y hasta de su familia. Emilie, por la razón ya señalada, acepta, pero el establecimiento de este contrato repercute en el cambio del estado inicial de sus hijos, que sin quererlo realmente se ven obligados a también cambiar y olvidar sus vidas.

El conflicto entre los niños y el obispo es, pues, inevitable, pues los primeros tienen que cumplir un acuerdo que nunca aceptaron. Sin embargo, se ven imposibilitados de huir de la casa del obispo; por ello, la familia Ekdahl, ayudados por el tío Isak, planean rescatar a los niños (la escena del rescate es, para mí, sumamente incompresible: ¿a quiénes vio Vergerus en la habitación de Fanny y Alexander cuando sospechó que Isak pretendía llevarse a los niños?). Con el rescate comienza a restituirse el orden que había alterado Emilie al aceptar el convenio con Vergerus. Pero ella sigue siendo "prisionera" del obispo. Entonces viene otro momento impenetrable a mi comprensión: ¿de verdad Emilie planeó dopar a su marido? ¿Alexander, ayudado por el andrógino Ismael, conjura una especie de hechizo para que el obispo muriera abrasado por la tía Elsa? No lo entiendo. Lo que sí entiendo es que, muerto Vergerus, Emilie vuelve con su familia y se restablece el estado inicial que nos mostró Bergman en la primera hora de película, con todos los Ekdahl en una feliz y colorida reunión familiar.

Fanny y Alexander es, como se han dado cuenta por mi tímida exposición, un gran enigma, pues la forma como es resuelto el conflicto aún no me es clara. Pero el cine es, ante todo, un producto visual, y debo reconocer que Bergman logra enamorar al espectador con una fotografía y una escenografía maravillosas. Mis dudas deben de tener alguna respuesta planteada en el mismo film, pero quizás soy demasiado obtuso para encontrarla.

martes, 7 de septiembre de 2010

The Shawshank redemption (Sueños de fuga)


No sabía que existía The Shawshank Redemption (Frank Darabont, 1994) hasta hace unas tres semanas cuando el vendedor del local al cual fui para comprar una película que me entretuviese el fin de semana me la recomendó. No tenía grandes expectativas sobre la película (nunca me llamó la atención el tema carcelario), pero transcurridos los primeros minutos de la cinta, después de ver la escena que describe el juicio a Andrew Dufresne (Tim Robbins), mi interés por saber qué ocurriría con el protagonista fue aumentando y nunca disminuyó.
Les voy a confesar algo: Yo sabía desde el principio que Dufresne era inocente (a pesar de lo que sabemos que dicen los convictos en la cárcel). Por ello, me iba entristeciendo a medida que en la historia pasaban los años y el héroe seguía como prisionero. Pero, por otro lado, me entretenía viendo cómo poco a poco Dufresne se ganaba el aprecio y la confianza no sólo de otros presos --que imagino ya es mucha ganancia-- sino también de los guardias y hasta del director de la prisión.
El ganar la confianza no se da por casualidad: Dufresne era gerente de un banco y sabía todo sobre impuestos, presupuestos, contabilidad... Era un conocimiento por el cual los funcionarios de la cárcel lo estimaban, pues era él quien calculaba los impuestos y los ayudaba a administrarse económicamente. Sobre todos ellos, quien más le tenía aprecio por sus aptitudes era el director de la cárcel, que llegó a enredarse en casos de delitos fiscales y era Dufresne quien los tapaba.
Ahora bien, podríamos suponer que el acuerdo del director con Dufresne para calcular impuestos y luego disfrazar los delitos al fisco sea el primer contrato, a pesar de que no hay una escena específica donde se observe; sólo escuchamos la voz en off del narrador que dice todo lo que he descrito.
Pero ese no es el contrato importante. El contrato principal de la historia se presenta cuando Dufresne pide a Red (Morgan Freeman), un convicto que ya había pasado veinte años en la cárcel por homicidio, un martillo de geólogo (Red conseguía, desde fuera de la cárcel, objetos que le pedían otros prisioneros). El breve intercambio verbal entre Red y Dufresne en primer lugar crea el lazo de amistad entre ambos, y en segundo lugar concede el acuerdo de conseguirle a Dufresne, en principio, el minúsculo instrumento (ese martillo de geólogo), que le serviría posteriormente para escaparse de la cárcel, y luego los pósters de las actrices de moda, que también son importantes para la búsqueda de cambio de estado del personaje.
Es aquí donde quiero explicar la transformación sufrida por Dufresne: él era inocente de los cargos de asesinato y, sin embargo, es sentenciado a cadena perpetua; es decir, no es libre, es un convicto. Por ello comienza a hacer una abertura a la pared de su celda con el mismo martillo que le consigue Red, la cual tapa con los pósters. La posibilidad de encontrar al verdadero culpable del asesinato de su esposa y el consecuente castigo por querer salir hace que Dufresne adelante la decisión de salir de la cárcel, lo cual logra. Vemos, pues, que Dufresne, después de estar prisionero por veinte años, y sin posibilidad de ser libre, huye de la cárcel y logra su libertad. La transformación del estado inicial del protagonista es, pues, conseguida, y todo a partir del establecimiento del contrato entre él y su ayudante, Red... ¡Imposible que sea más perfecta la historia! ¡Por eso mismo The Shawshank Redemption se convirtió en una de mis películas favoritas!

Adenda: Otra particularidad narrativa de la película la noto en los frecuentes paralelismos. En una disciplina llamada análisis del discurso ha habido interés por estudiar este fenómeno, que consiste en la repetición de sonidos o estructuras frásticas u oracionales en el discurso oral o escrito. En la película hay varios paralelismos: la entrevista que tiene Red para la libertad condicional (que se repite tres veces), los pósters que esconden el hueco en la pared (también son tres), o la misma historia de Brooks y de Red cuando salen de la cárcel (es prácticamente la misma historia, sólo que con actores y desenlaces diferentes. Ahora que me doy cuenta, el desenlace de la libertad condicional de Red es diferente al de la historia de Brooks gracias a la propuesta que le había hecho Dufresne si salían de la prisión. ¡Magnífico!). En las narraciones orales, los paralelismos sirven para darle mayor agilidad al discurso y mantienen el interés de quien las escucha... No dudo que los paralelismos en The Shawshank Redemption tengan el mismo propósito.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Lost in translation (Perdidos en Tokio)

Comenzaré este blog comentando Lost in translation (Sofia Coppola, 2003) porque fue esta producción la que hizo que me interesase por el tema de los contratos y las transformaciones en el cine.
Era una tarde de julio de 2006 y hablaba con una amiga sobre semántica, los programas narrativos, los actantes y los destinatarios. De repente, me comentó que a pesar de que la película canadiense Invasiones bárbaras tenía poca acción, se presentaban allí transformaciones de personajes. Le comenté que no las veía y que tampoco las veía en Perdidos en Tokio, una cinta que presenta también pocas acciones (quizás el hecho de ver muchas acciones en una película --como un golpe, un atropellamiento, una venta, etc.-- haga más evidente las transformaciones). Le comenté que la película de Coppola me había aburrido, a pesar de la cadena de imágenes escandalosamente hermosas que proyectaba. Mi amiga me comentó: "Vela nuevamente, porque los personajes de esa película también sufren transformaciones". Lo hice, haciéndole cacería no sólo a cómo los personajes principales sufren algún cambio, sino también a cómo empieza a gestarse ese cambio.
Antes que nada, deseo hacer una pequeña reseña de cómo nos presentan a los personajes principales. Bob Harris (interpretado por Bill Murray) y Charlotte (Scarlett Johansson), un actor de mediana edad y una joven filósofa casada con un fotógrafo, se conocen en un hotel de la capital japonesa. Harris es mostrado con un semblante triste y melancólico; Charlotte, por su parte, aparece solitaria, triste, con un vacío interior que la agobia (si queremos saber cómo es el personaje de Charlotte antes de su transformación, basta ver la sugestiva escena de la llamada que ella hace a una amiga).
Conociendo esto, podemos deducir que lo que quieren o necesitan ambos personajes es compañía, sobre todo en una ciudad tan diferente de occidente como Tokio (no conozco esa ciudad, pero intuyo que más de un occidental se habrá llevado sorpresas cada diez minutos estando allá). Entre los dos, sin embargo, es Charlotte la que parece conocer su propio estado inicial de soledad y la que empieza a buscar cómo cambiarlo. Así, vemos que es ella quien, en el bar del hotel, empieza un contacto comunicativo con Harris, cuando le manda un ¿licor? con un mesero (antes de esto, Harris y Charlotte hacían contacto visual en el ascensor del hotel, pero como no hay realmente una intención comunicativa, no podemos decir que es en ese momento cuando comienzan a buscar transformarse).
Más adelante, el intercambio se consolida cuando ambos se consiguen en el mismo bar una noche y comienzan a hablar sobre sí mismos; pero dudo que aquí aún se haya establecido un contrato, pues ninguno de los dos propone nada al otro. El contrato, según mi punto de vista, es establecido por Charlotte cuando los dos se encuentran en el área de la piscina del hotel. En ese momento Charlotte le pregunta a Harris si quiere acompañarla a salir con unos amigos (¡Bingo! Conseguimos el contrato), a lo cual Harris asiente. Desde ese momento, ambos empiezan un recorrido por la atrayente metrópoli japonesa. Juntos conocen de los videojuegos, el karaoke y el sushi; pero lo que más les llena es el hacerse compañía, aun cuando no intercambien palabras (es realmente pasmosa la tranquilidad y la empatía que transmite la pareja cuando, después de la sesión de karaoke, fuman un cigarrillo y Charlotte recuesta su cabeza disfrazada de peluca rosada sobre el hombro de Harris).
Lo despiadado de la historia es que cada uno tiene una vida: Harris regresará con su familia y Charlotte esperará a su marido en la misma habitación de hotel donde se aburría (me habría gustado que ambos se escapasen juntos a un rincón desconocido, pero ello habría violentado la coherencia de la trama). Así, ambos, sobre todo Charlotte, se dan cuenta de que la transformación de su estado original, el de la soledad, parece no estabilizarse, pues los dos toman el mismo camino que los condujo a estar solos. No obstante, la última escena, en la que los dos se despiden en una muy transitada calle tokiota, una escena aún más hermosa que cualquier otra de la película, le pone al espectador la tarea de que los imagine juntos nuevamente, fuera de Tokio, escapando de la soledad que forzosamente los había unido. No sabemos qué se dijeron ambos al oído, así que cualquier especulación vale.