
Sé que tenía mucho tiempo sin
agregar una nueva entrada a este blog, pero después de ver la película de
Minnelli me entusiasmé nuevamente a escribir sobre contratos y
transformaciones, sobre todo porque estas películas, las de corte biográfico,
son un reto mayúsculo cuando se trata de encontrar estos dos elementos de un
programa narrativo. Pero la película, al menos en este aspecto, creo que logra
mostrar al menos uno de los dos aspectos y voy a explicar a continuación el
porqué.
Las películas de corte biográfico
por lo general no muestran un propósito del personaje principal. Muchas de
ellas básicamente se circunscriben a relatar aspectos resaltantes de la vida de
quien recrean, sin atender al hecho de que esos personajes (los
cinematográficos, no los reales) deben tener una meta, un proyecto, un deseo, y
su deber es materializar ese proyecto o cumplir el deseo que tienen en mente. El loco de pelo rojo, vuelvo a decir, en
la presentación de las metas del personaje principal, Vincent Van Gogh, cumple
su cometido, pues en los primeros veinte minutos de la película se dibuja el
carácter de insatisfacción personal al no ser él un hombre útil a otros, a la
sociedad entera. Al principio del largometraje, Vincent es representado como un
individuo que no encaja en ningún patrón idóneo de conducta, y eso a él mismo
le perturba. Por eso, cuando es rechazado por un Comité de Mensajeros de la Fe
para ser predicador evangélico, implora que se le considere para trabajar, pues
él necesita ofrecer algo al mundo. Así, se cumple
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Buena recreación de la habitación de Van Gogh |
al principio de la película
lo que yo llamo un pre-contrato (un contrato previo al contrato que desencadena
realmente todos los eventos de la historia), con el reverendo Peeters, quien le
propone ir a un asentamiento de mineros en Bélgica, lugar al que nadie quiere
ir a predicar. Vincent se dirige a esas minas y pone todo su empeño, no solo
para predicar, sino para ayudar a otros, dándoles comida, ropa, incluso cama
(literalmente), aun a costa de él carecer de estos recursos. Pero su proceder
disgusta a la Iglesia que representa y esto, a su vez, disgusta a Van Gogh, que
descubre la hipocrecía de quienes dicen llevar la palabra de Dios (esto lo dice
el personaje, no yo).
Ante el fracaso que supone el no
poder conjuntar la predicación de la palabra de Dios con las prácticas de
trabajo de la Iglesia, Van Gogh se siente desolado, siente que, una vez, más,
ha fracasado. Pero una visita, la de su hermano Theo, lo guía hacia lo que
supondría el logro de sus objetivos: aportar algo al mundo. En la conversación
con Theo, Vincent le dice que en el fondo sigue queriendo las mismas cosas: “poder
ser útil, trabajar, ofrecer algo al mundo”. Theo, que en la película toma el
lugar de lo que en semántica estructural se llama Ayudante, le pide a Vincent que regrese a su casa y le exige –y aquí
viene el contrato más importante de la historia– que nunca se desvincule de él
y siempre le participe qué hará y adónde va. Así, a lo largo de la película
vemos cómo Vincent va de un lado a otro, de su casa natal a París, de París a
Arles, de Arles a un sanatorio, pero nunca daba un paso sin antes contárselo a
su hermano, mientras este, a su vez, lo ayudaba económicamente para que pudiera
trabajar en sus pinturas.
En su casa natal, Van Gogh
comienza a pintar con mucha dedicación –gracias a la donación que le hace Theo
de pintura, lienzos y pinceles– y se pregunta si la pintura es, efectivamente, el
camino para dar algo al mundo.
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Vincent y su hermano Theo |
Acotemos entonces que sin la ayuda de Theo, si
él no lo hubiese sacado de las minas, Vincent no habría podido preguntarse cuál
era su misión en la vida. Un dato importante del personaje Theo es que él era
agente o mercader de arte en París, un oficio que le permitía vender pinturas
y, al mismo tiempo, conocer a famosos pintores de la época. Por eso, él invita
a Vincent a vivir con él en París, no solo para que pueda pintar sino también
para que pueda aprender de la conceptualización que sobre el arte tenían los
artistas de la ciudad. Allí, Vincent conoce a Pisarro, Seurat y Gauguin
(personaje interpretado por Anthonny Quinn, ganador del Oscar por este papel) y
consigue acercar su trabajo a la perfección. Sin embargo, él no se daba cuenta
de ello, y partir de su estadía en París se cuestiona cada vez más su trabajo.
Debido a ello, y debido también a que su hermano Theo no lograba vender ninguna
de sus pinturas, Vincent va cayendo poco a poco en una frustración y una locura
que tendrán su clímax tras una fuerte discusión con Gauguin y tras su ya famosa
“cortada de oreja”.

Sin embargo, si nos
circunscribimos únicamente a la película, no se logra ver –y esa es mi
impresión– que Vincent se haya transformado,
haya cumplido su deseo de ser un donante al mundo gracias a su trabajo. Sabemos,
sí, que aportó mucho a la cultura occidental porque, vamos, es uno de los
artistas más nombrados en la historia del arte, pero si un espectador “desconociente”
del personaje Van Gogh ve la película, no encontrará una manifestación evidente
de que el trabajo del pintor haya rendido frutos.
No importa, la película es
hermosa, al menos así la catalogo, pues Vincent Van Gogh no es un pintor
cualquiera. Su obra refleja esa desesperación de la que tanto hablan los
historiadores, esa búsqueda de paz y consuelo en las escenas más simples. Yo,
particularmente, soy un admirador de su arte, por eso puedo alabar tantas veces
a la película, a pesar de que no muestra el deseo cumplido del pintor.